Por: Rev Darío Silva- Silva
Hasta bien entrado el siglo XX, en mi provincia natal, al sur de Colombia, la sociedad romántica y pastoril vivía en otro tiempo, sereno y anacrónico. Sus gentes apacibles no se limitaban a ir a la iglesia los domingos; todos los días practicaban rutinarios rituales domésticos para honrar al Señor en los actos corrientes de sus vidas dignas y sencillas. Uno de mis recuerdos infantiles imborrables es el de las grandes puertas de madera de las casonas coloniales con sus enormes aldabas de cobre. El visitante las golpeaba pausadamente por tres veces, al tiempo que decía:
-Alabado sea Dios…
Desde adentro, hospitalaria voz modulaba la invariable respuesta:
-Y alabado sea su Santo Nombre.
Tal era el santo y seña que autorizaba el ingreso a la inviolable intimidad de un hogar.
Ya entrado en la madurez, una insaciable búsqueda espiritual me hizo pisar variados quicios, uno de ellos el de la Masonería. Las puertas de las logias también tienen aldabas y, quien pretende entrar a la reunión, llamada «tenida», debe dar tres golpes desde afuera, que, en lenguaje simbólico, recuerdan una enseñanza clave de Jesucristo: Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá la puerta. Lucas 11:9.
Producido el triple llamado, el maestro «guardián del templo» autoriza el acceso del intruso que ha osado interrumpir las secretas tareas del «taller». Lo hace desde el interior con un solo golpe seco que significa el Amén. Es asombrosa la capacidad de manipulación de las Sagradas Escrituras que exhiben muchos sistemas espirituales no bíblicos, entre ellos la Masonería. Esta es propiamente un sincretismo de sincretismos.
Al iniciarse el siglo XXI, la voluntad soberana e inescapable de Dios me traspuso de mi país a los Estados Unidos de América, inopinadamente. Desconcertado, sometí este asunto a oración intensa, y el Espíritu Santo reveló a mi corazón una palabra de sabiduría específica y conmovedora: Conozco tus obras. Mira que delante de ti he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar. Ya sé que tus fuerzas son pocas, pero has obedecido mi palabra y no has renegado de mi nombre. Apocalipsis 3:8.
La confirmación de la promesa divina fue inmediata: el Alcalde y la Junta de Comisionados de Miami me entregaron las Llaves de la Ciudad. El pastor Martín Añorga, figura patriarcal del exilio cubano y líder de la comunidad latina del sur de la Florida, fue el encargado de protocolizar la entrega. Al recibir tan señalado honor ante la feligresía de la naciente congregación filial de Casa sobre la Roca, pronuncié un discreto sermón sobre el valor tangible de las puertas en la vida natural, y el simbólico en la espiritual del ser humano.
Durante la sencilla reunión social que siguió al acto, algunos amigos, comentaron, como quien no quiere la cosa y la cosa queriendo, que si yo había escrito el libro Las llaves del Poder, podría redactar otro con el título de mi apresurada plática de aquel día: Las Puertas Eternas. Yo tomé en serio lo que parecía broma, porque Dios a veces nos hace reír para transmitirnos cosas trascendentales.