Por: Darío Silva-Silva

Algunos piensan que ISIS y movimientos similares que hoy estremecen al mundo son algo novedoso. Sin embargo, el terrorismo islámico no ha nacido por generación espontánea; es un producto de la milenaria pugna Oriente-Occidente, y tiene sus motivaciones en los abusos de las potencias coloniales europeas que se enseñorearon de los países árabes en una acción de efecto retardado por el fracaso de las Cruzadas. Durante éstas, triste es reconocerlo, el Cristianismo perdió algunos de sus más fuertes bastiones: el norte de África, la costa occidental de Asia, Turquía y parte de los Balcanes.

Gracias a los Reyes Católicos de España, el Viejo Mundo no fue capturado para siempre por los fieles de Alá; pero no es cosa de poca monta la declaración de Osama Bin Laden de que España le pertenece al Islam históricamente y este se prepara a reconquistarla, para vengarse de una buena vez de los excesos del capitalismo y el colonialismo, que crearon una brecha colosal, pese a esfuerzos como el del popular coronel Lawrence de Arabia. Para los fieles del Islam es inaceptable que la tercera parte de la población mundial disfrute de la riqueza, mientras la Umma, es decir, la comunidad musulmana, se reparte las migajas. Tal estado de iniquidad es de origen satánico para ellos y debe ser combatido mediante la Yihad, o guerra santa.

Curiosamente, en el pasado más o menos próximo, líderes del propio ámbito islámico se rebelaron con éxito contra los gobernantes de sus países porque, precisamente, estos se apropiaron de las enormes riquezas nacionales ante unas masas famélicas a las que los insurgentes prometieron liberar. Así cayeron los reyes Idris de Libia y Faruq de Egipto, e irrumpieron en el escenario mundial Kadafhi y Nasser.

En el ámbito occidental hay un integrismo católico-romano de corte ultramontano en el movimiento Sodalitium de Umberto Benigni, y en el ala cismática e hiperconservadora que acaudillara el obispo francés Marcel Lefebvre, así como en algunos sectores cavernarios del Opus Dei, que fundara el español Escrivá de Balaguer.

Si hemos de hacer un poco de sana autocrítica protestante, es necesario mencionar, por lo menos, al Ku Klux Klan. Hoy en día se detectan algunos brotes esporádicos del mismo corte en quienes perpetran atentados contra clínicas de abortos o piden abiertamente la pena de muerte para los homosexuales.

No puede soslayarse, de otro lado, el integrismo judío. El Gush Emunim, o ‘Bloque de la fe’, fundado en 1974, aboga porque Israel sea definitivamente un estado confesional, de fuerte identidad ante sus vecinos árabes. Propicia la recuperación de los valores de los judíos originales, el fortalecimiento de la represión contra los palestinos, la ruptura de los tratados de paz con la OLP y la creación de una serie de leyes que defienden la fe judaica de manera radical y estricta.

El gran unificador de todos los integrismos es el antimodernismo a ultranza. La ciencia y la tecnología, el progreso en sus variadas expresiones constituyen para los integristas formas de dominación satánica sobre la especie humana. Hay que oponerse, por lo tanto, a todo escepticismo, agnosticismo o ateísmo como injurias a la majestad de Dios. ¿Y qué duda cabe de eso? Lo censurable no es el rechazo de tales abominaciones, al que todo cristiano verdadero está llamado en forma perentoria, sino los métodos utilizados para hacerlo. En nombre del Príncipe de la Paz no se puede practicar el terrorismo. Aún la guerra, cuando está motivada en la justicia, tiene unos parámetros éticos que, incluso, han sido objeto de acuerdos y convenciones internacionales de obligatorio cumplimiento.

Algunos fanáticos piensan que Trump está preparando una nueva Cruzada.

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